Los jueces que necesita el control de constitucionalidad. JUSTICIA: ¿mediática, democrática o independiente? Entre Carlos Nino y Beatriz Sarlo

CASI UN CONSEJO
La reforma de 1994 instrumentó un organismo encargado de la selección de los jueces federales que hasta entonces era impensado en nuestro derecho: un consejo de la magistratura. Ahora los jueces, de quienes se decía que eran la pata menos democrática del trípode del poder, dejaron de ser designados por el ejecutivo con acuerdo del Senado (constituido en Gran Consejo de Gobierno) para pasar a ser electos por un consejo integrado, en apariencias, más democráticamente. Un órgano que intenta contradecir las críticas a la falta de relación de los jueces con las decisiones populares.
Sin embargo, aquél arraigo popular que situábamos en el 3º grado de representación (el senado era elegido por las legislaturas que eran elegidas por el pueblo), en la realidad ha perdido el arraigo popular, pues sólo una parte minoritaria del consejo responde a elecciones populares (legisladores y representante del Ejecutivo) y el resto nada tiene que ver con el pueblo en general, sólo son representantes de corporaciones.
Esta entidad binaria, político-corporativa, tiene un destino que dependerá de cómo sepamos hacer jugar los intereses de justicia que inspiraron su creación.
Para eso debemos definir qué tipo de justicia es la que queremos: ¿una justicia con jueces que sepan hablar ante las cámaras? ¿una justicia que responda a los dictados del pueblo, moviéndose cerca de los cambios político-sociales que se manifiestan en las elecciones? ¿una justicia independiente del poder y/o de la sociedad en que actúa?
De nuestras respuestas surgirá nuestro país.
MEDIOS JUSTICIEROS
Como señala la reflexiva Beatriz Sarlo “La esfera publica electrónica no es entonces solo un lugar desde donde se emite información ni donde se construye opinión. También ha pasado a ser un lugar donde la opinión se contrapone a las instituciones, disputando con ellas la jurisdicción para decidir sobre los conflictos privados que se convierten en públicos precisamente para ser sustraídos de las instituciones que los albergaba. La democracia de opinión se contrapone a la democracia de las instituciones; se denuncia el carácter formal abstracto de las instituciones frente a la flexión concreta y humanizada de la opinión que no pretende manejarse con otras leyes que no sean las de la naturaleza: a diferencia de las instituciones, la opinión se remite a la naturaleza para fundarse y se adjudica una sabiduría de la que carecen las instituciones, porque es sensible a lo particular aunque responda a impulsos tan generales como los que se arraigan en la naturaleza e, incluso, se comparten con el siempre ilustrativo mundo animal que, aun en la postmodernidad, no ha perdido su carácter de disparador mítico. En este sentido la opinión podría evaluar las contradicciones según la perspectiva concreta y atenta a las particularidades conflictivas en juego, podría operar sobre los datos presentes y, paradójicamente, innovar; la institución debe siempre olvidar algo de lo concreto para poder incluir el caso en una perspectiva general que permita juzgarlo de acuerdo al derecho y, por lo tanto, es insensible al presente y opera sometida a un pasado codificado en la ley.”[1]
En efecto: la opinión pública estandarizada por los medios de comunicación social ha sido llevada a estrados (casi altares) imaginarios de donde nadie sabe qué sentencia se escuchará. La opinión pública (o publicada) es una imagen de la justicia a la que todos deseamos sin venda, escrutadora, que nos ve y nos conoce. Pero la deseamos siempre y cuando su veredicto nos convenga, siempre y cuando salga a llenar la Avenida de Mayo si decidimos presentar nuestra renuncia ante ella, ante sus micrófonos, en un salón porteño.
Cada ciudadano se ha convertido en un periodista al acecho, pues han sido convencidos de que con su opinión, calificada o no, se nutre el ejercicio del poder. Se vuelve carne en todos aquello de Alf Ross: “hemos vaciado la expresión JUSTICIA, la convertimos en un puñetazo que se da sobre la mesa, en un argumento emocional.”
Por ello los jueces, con la lentitud característica e indispensable de su proceder, lentitud que ha sido aumentada por la incapacidad de muchos de ellos, aparecen como tortugas lanzadas en la plaza de mayo, que nos arrostran su propia lentitud, su demora, en confirmar que es verdad y es justo, aquello que ya desde el primer momento las encuestas, nuestras encuestas, nosotros mismos, condenaron y afirmaron.

La vigilancia contramayoritaria de los nueve viejitos

En la década del ’30, con el problema entre Roosevelt y los nine olds men, dentro del marco del conocido new deal, se empezó a discutir en doctrina la legitimidad o no del control de constitucionalidad que expondremos brevísimamente, más como llamado a la reflexión y como dato curioso que como exposición teórica. Para ello seguiremos al maestro Nino[2], al Dr. Fayt[3] y al doctor Carrió[4], a cuyos trabajos remitimos a quienes deseen profundizar el tema.

1 – La crítica

¿Cuáles son las raíces de este planteo?. Antiguamente, cuando se consideraba al juez sólo como un lector culto de la ley, no se planteaban estos problemas pues se creía que el no ponía nada subjetivo al sentenciar, pero desde que descubrimos que la labor jurídica es principalmente valorativa y que muchas veces puede dejarse llevar por presiones o conveniencias, se empezaron a oír voces que se oponían a sujetarse a los conceptos de legal e ilegal que pudiesen determinar otras personas, tal vez movidas por intereses tanto o más mezquinos que los del justiciable y se empezó a discutir, en todo el mundo, la noción de que los jueces eran la pata menos democrática del trípode que sustenta al poder.
Básicamente, el argumento que niega a la justicia ejercer cualquier tipo de control de constitucionalidad sobre los actos de los poderes, argumenta que los jueces no tienen legitimidad democrática suficiente como para resolver cuestiones de macropolítica. No son designados por el pueblo, ni le rinden cuentas de ninguna manera, toda su autoridad deriva de haber sido nombrados por una autoridad democráticamente electa, es decir: su legitimidad es indirecta y, con el tiempo, inevitablemente se diluye cuando el sistema les da vitaliciamente el cargo. Así surgieron reclamos para que fueran electos popularmente y para que sus cargos sean revalidados periódicamente.
Los opositores al control entienden que, en una sociedad democrática representativa y plebiscitaria[5], cuesta mucho lograr una relativa comunidad de criterios y que ésta no debería estar sujeta a la interpretación, más o menos caprichosa, de un gueto como parece ser el Poder Judicial.
El planteo, según Nino, consiste en que la tarea de interpretación de las normas que hacen los jueces es una tarea eminentemente valorativa, condicionada como mínimo por dos cuestiones:
1ª – su imperiosa necesidad de preservar la práctica jurídico-constitucional –incluyendo las convenciones interpretativas- que ellos consideran justificada sobre la base de ciertos principios morales.
2ª – su poca ductilidad para interpretar el material normativo a la luz del consenso democrático que fue resultado de la discusión colectiva y la que se desarrolló en el ámbito del Congreso. La cuestión se agravaría cuando las normas y la forma de interpretarlas se muestran como conservadoras frente al impacto del tiempo, cuando deberían revalidar su legitimidad democrática mediante su adecuación a los elementos constitutivos del consenso combinados con el consenso pasado, constructor de las normas.
Carrió nos sugiere las preguntas básicas que se hacen sobre el sistema de control quienes lo critican: “¿No coloca las decisiones de los cuerpos políticos mayoritarios a merced del criterio de un pequeño grupo de hombres que bien pueden sustentar ideas retrógradas o reaccionarias? ¿No constituye tal estado de cosas normativas -si cabe la expresión- una grave amenaza de desintegración institucional en tiempos de crisis socioeconómicas?”[6]. La búsqueda de decisiones rápidas y efectivas, innovadoras, por parte de los poderes Ejecutivo y Legislativo, podría chocar contra este muro que, aparentemente, sólo se ocupa de ficcionales choques entre normas.
Para resumir citemos a Bickel quien sintetizó así sus críticas: “La dificultad radical es que el control judicial de constitucionalidad es una fuerza contramayoritaria en nuestro sistema. (…) Cuando la Suprema Corte declara inconstitucional una sanción legislativa o una acción de un Ejecutivo electo, ella tuerce la voluntad de los representantes del pueblo real de aquí y ahora; ella ejerce control no en nombre de la mayoría prevaleciente sino en su contra. Esto, sin connotaciones místicas, es lo que realmente sucede. El control judicial pertenece del todo a una pecera diferente que la democracia, y ésa es la razón de que se pueda hacer la acusación de que el control judicial es antidemocrático.”[7]
Aclaremos que, en principio, la crítica no se dirige contra la labor jurisdiccional en general sino sólo contra su facultad de fiscalizar los actos de los otros dos poderes.
En nuestro país este argumento no ha sido muy trabajado, probablemente porque a lo largo de casi un siglo y medio de historia institucional, surcada de dictaduras, corrupción e ineficiencia, el Poder Judicial ha sido visto como el más democrático de los tres y el más cercano a la gente, pese a la crisis de credibilidad (no de legitimación) que hoy enfrenta. Sólo el ex Presidente de la Nación, el doctor Alfonsín, lo plantea como un posible problema pero lo termina resolviendo a favor de la subsistencia del sistema de contralor con la condición de que se implementen mecanismos que aseguren la independencia de los jueces[8].

2 – Un esbozo de respuesta

Con todas nuestras limitaciones, permítasenos algunos breves pensamientos sobre el tema.
Primero, el control es necesario cuando estamos conformes con nuestra Constitución, caso contrario tenemos los mecanismos mayoritarios del artículo 30 para modificarla, pero sin olvidar que si nos dimos Constitución fue porque elegimos una forma de vida que, mientras la mantengamos en el plano normativo, debe cumplirse. Esto es lo que intentaba decirnos Alberdi cuando expresaba tan líricamente: “La Constitución general es la carta de navegación de la Confederación Argentina. En todas las borrascas, en todos los malos tiempos, en todos los trances difíciles, la Confederación tendrá siempre un camino seguro para llegar a puerto de salvación, con sólo volver sus ojos a la Constitución y seguir el camino que ella le traza, para formar el gobierno y para reglar su marcha.”[9]
Segundo, hay instrumentos idóneos para lograr mayor legitimidad de los jueces tales como: elección distrital y su renovación mediante el sufragio popular o mediante órganos independientes, la menor duración en los cargos, un control político (del Congreso) más intenso sobre sus actos, un control administrativo institucional como el del Consejo de la Magistratura, etcétera. A nada de eso nos oponemos pues consideramos positiva toda medida que busque el mayor control del pueblo sobre las instituciones y que traslade a éste cuotas mayores de responsabilidad.
Pero también es necesario dejar bien en claro que si queremos que el Estado cumpla con lo que nos ha prometido debemos tener medios de exigirle que lo haga… ¡y no se puede estar siempre esperando las próximas elecciones!
Otro dato que creemos que olvidan los críticos es que los jueces no declaran inconstitucionalidades por mero placer, sino cuando un individuo, miembro de mayorías o minorías políticas pero ciudadano al fin, reclama porque se siente agredido o desprotegido frente a actos de los poderes públicos. Así ha dicho nuestra corte, inspirada sin duda en Montesquieu: “El Poder Judicial, por su naturaleza, no puede ser jamás un poder invasor, un poder peligroso, que comprometa la subsistencia de las leyes y la verdad de las garantías que tiene por misión hacer efectivas y amparar.”[10]
Todo esto nos trae una vez más a la memoria la propuesta kelseniana del Tribunal Constitucional, renovable con los cambios políticos (no decimos partidarios), ajeno a los tres poderes tradicionales, sólo atento al respeto de la Constitución del pueblo pero tratando de interpretarla acorde con lo que el pueblo busca en cada momento histórico o, como dijera Nino: “La eventual facultad de los jueces de descalificar una norma jurídica de origen democrático, por ser violatoria de una prescripción constitucional, sea en lo que hace al procedimiento o al contenido de la norma, es un arma poderosa en manos de los jueces, ya que puede constituir uno de los instrumentos principales para promover una reconstrucción radical de nuestra práctica constitucional.”[11]
Terminemos este título con una cita del más grande y previsor de los constitucionalistas, Alexander Hamilton, quien en estas líneas parece haber intuido el problema que hoy nos ocupa:
“El principio fundamental del gobierno republicano, reconoce el derecho del pueblo a alterar o abolir la Constitución en vigor en todo caso en que llegue a la conclusión de que está en desacuerdo con su felicidad, sin embargo no sería legítimo deducir de este principio que los representantes del pueblo estarían autorizados por esa circunstancia para violar las prevenciones de la Constitución vigente cada vez que una afición pasajera dominara a una mayoría de sus electores en un sentido contrario a dichas disposiciones, o que los tribunales estarían más obligados a tolerar las infracciones cometidas en esta forma que las que procedieran únicamente de las maquinaciones del cuerpo representativo. Mientras el pueblo no haya anulado o cambiado la forma establecida, por medio de un acto solemne y legalmente autorizado, seguirá obligándolo tanto individual como colectivamente; y ninguna suposición con respecto a sus sentimientos, ni aun el conocimiento fehaciente de ellos, puede autorizar a sus representantes para apartarse de dicha forma previamente al acto que indicamos. Pero es fácil comprender que se necesitaría una firmeza poco común de parte de los jueces para que sigan cumpliendo con su deber como fieles guardianes de la Constitución, cuando las contravenciones a ella por el Legislativo hayan sido alentadas por la opinión de la mayor parte de la comunidad.”[12]

CONCLUSIÓN
¿QUIÉN CUIDA LA CONSTITUCIÓN?

Para terminar digamos que el control de constitucionalidad es una herramienta indispensable del estado de derecho, anclado en la constitución, esa ley que el pueblo, consideró justa, cargada de promesas, augur del mejor destino.
¿Quién no siente dolor al pensar que la mayoría de las promesas constitucionales no se han cumplido? ¿Y los hombres y mujeres del derecho no sienten la necesidad de hacer algo? ¿No es terrible darse cuenta que tenemos un país tan rico en promesas y tan pobre en realidades?. El desafío ineludible del jurista de hoy consiste en instrumentar los medios necesarios para que estos juramentos se materialicen.
¿Qué ha ocurrido para que estas ofertas no se concreten?. Primero: el constituyente se ha excedido, llevado por la demagogia o la ingenuidad, al declamar posibilidades; segundo: el legislador ha hecho oídos sordos a los mandatos constitucionales; tercero: los jueces han sido excesivamente tímidos a la hora de admitir estos derechos a las partes; cuarto: los abogados han actuado desidiosamente al momento de exigir al legislador y a los jueces el reconocimiento y la realización de las promesas constitucionales.
Y así es como llegamos a la idea de los “derechos imposibles”: aquellos derechos paradojales que tenemos asegurados pero sin posibilidad de obtenerlos, derechos que nos pertenecen como miembros de esta nación pero que no sabemos cómo incluirlos en nuestras vidas.
Para solucionar todo esto, para hacer que la Constitución vuelva a filtrarse por toda la pirámide jurídica, para asegurar el destino que nos prometimos en ella… ¿sirve el Consejo de la Magistratura?

[1] SARLO, Beatriz; “Instantáneas”; Ariel.
[2] NINO, Carlos Santiago, “Fundamentos de Derecho Constitucional. Análisis filosófico, jurídico y politológico de la práctica constitucional”. (Buenos Aires, editorial: Astrea, 1992), páginas 673 a 706.
[3] FAYT, Carlos Santiago; “Supremacía Constitucional e independencia de los jueces”.
[4] CARRIÓ, Genaro R. “Nuestro sistema de control de constitucionalidad y el principio del gobierno de la mayoría – Propuestas de reformas normativas para hacerlos más compatibles.”, La Ley, 10 de julio de 1990, vol. Año LIV – Nº 129, páginas 1 a 4. Obsérvese que algunas de las propuestas de Carrió fueron recepcionadas por la Convención Nacional Reformadora de 1994.
[5] Entendemos por plebiscitaria aquella sociedad cuyos electores, mediante el sufragio y los reclamos populares, va generando acuerdos mayoritarios sobre los temas de macropolítica.
[6] CARRIÓ, Genaro R., opus citata en nota 123, página 1.
[7] BICKEL, Alexander, The least Dangerous Branch. The Supreme Court and the Bar of Politics, citado por NINO, Carlos Santiago, opus citata en nota 122, página 684.
[8] cfr. ALFONSÍN, Raúl Ricardo, “La reforma constitucional de 1994” (Buenos Aires, editorial: Tiempo de ideas, 1994), página 20.
[9] ALBERDI, Juan Bautista, opus citata en nota 113, Capítulo XXXIV, página 155.
[10] Corte Suprema de Justicia de la Nación, Fallos, 12:134.
[11] NINO, Carlos Santiago, opus citata en nota 122, página 658.
[12] HAMILTON, Alexander, El Federalista (The Federalist; a commentary on the Constitution of the United States), Capítulo LXXVIII, traducción de Gustavo R. Velasco (1780; México, D.F, editorial: Fondo de Cultura Económica, 1994), página 334.